martes, 2 de junio de 2015

Séptimo día: 24 horas de La Habana

Antes de salir nuevamente con Carlos, desayunamos en el hotel opíparamente, con mango incluido y a las 9:30 ya estábamos en el primero de los dos taxis compartidos que nos dejaron en el barrio de Jamanitas, pasando el barrio de Miramar.

(Los taxis compartidos se pueden pagar tanto en moneda cubana como en pesos convertibles, cuc, a veces, cuando son más de dos personas, las cuentas se hacen un poco complicadas, mucho más cuando no te alcanzan con el cambio de una moneda y tenés que recurrir a extraños cálculos para pagar con ambas monedas a la vez,  si encima le agregamos que los cubanos te cambian a 24 o 25 pesos por cuc, según la ocasión y a 20 si son fracciones de cuc realmente se hace un engendro que solo ellos entienden, en esta foto hasta Carlos se volvió un poco loco para sumar el pasaje)



En Jamanitas recorrimos sus calles decoradas de murales con pedazos de azulejos, obra del artista Fuste, de quien también visitamos su casa. Fuimos hasta la playa, que era un club privado, pero que la Revolución lo transformó en un centro de actividades populares de los trabajadores.
(La primer foto es de una parada de colectivos, justo enfrente es la residencia oficial de Fidel Castro, que como es un lugar estratégico militar, no se puede fotografiar, o sea, no estoy muy seguro si podía sacar esa foto)


 

 


 


Volvimos nuevamente en dos taxis hasta el Parque de la Fraternidad en La Habana vieja (ellos lo llaman directamente La Habana, el resto son los barrios), donde hay una estatua de San Martín que no se parece en nada a San Martín.
Como llovía sin parar nos metimos en la ex fábrica de Partagás, donde nos tomamos un café y yo me fumé un habano charlando con la China, una torcedora artesanal que parecía re agreta pero terminó siendo un amor.

 

Luego pasamos por el Capitolio (que sigue cerrado hace años por mantenimiento), de ahí nos fuimos al Parque Central, donde está el Teatro Nacional, sede del Ballet Nacional de Cuba y caminamos por el Paseo del Prado (con sus leones hechos con el metal fundido de los cañones)


 

 

 

 

Entramos al Museo de la Revolución, donde antes era el antiguo Palacio de Gobierno (en el que fue el fallido intento de asesinato de Batista).



Normalmente la gente lo recorre en menos de una hora, nosotros nos quedamos como tres.

 


Luego a la Catedral y a almorzar en el Café  de los Artistas una excelente comida bien criolla.
Siempre bajo la lluvia fuimos a hacer el recorrido de las cuatro plazas. La primera fue la Plaza de Armas, desde donde se ve la casa donde vivió el Che cuando estuvo al frente de la Fortaleza de San Carlos y donde está el Templete, que es donde se fundó La Habana (hay una ceiba  que se va replantando cada vez que muere y a la cual le dan dos vueltas cada 16 de noviembre, porque dicen que se cumplen los deseos); de ahí fuimos a la plaza de San Francisco, donde  hay una estatua del Barón de Francia, un mendigo cubano tan famoso que a su muerte lo hicieron bronce y dicen que si se toca su barba, su dedo y el pie al mismo tiempo, da suerte; y también está la Terminal Sierra Maestra.
Y terminamos en la Plaza Vieja, donde está el Planetario y ese gallo montado por una amazona que vaya uno a saber qué quiere decir.

 


 

 Ahí lo despedimos a Carlos y comenzamos un periplo turístico-gastronómico tan alucinante como vertiginoso, nos fuimos a tomar una cerveza artesanal en la Taberna de la Muralla, casi inmediatamente nos cruzamos a la otra esquina hasta El Escorial, donde nos tomamos un café. De ahí caminamos hasta la Bodeguita del Medio y nos tomamos un mojito, y vuelta a la lluvia hasta La Floridita, a tomar un daiquiri.


 

 

 

 


Se estaba haciendo de noche y con la intención de tomar un taxi colectivo empezamos a caminar, vimos el barrio chino, nos metimos, seguimos caminando, no paró ningún taxi (y los que pararon casualmente no iban para donde queríamos, hecho que nos hizo dudar si nuestra tonada argentina no había confabulado un poco contra nuestra posibilidad de acceder a los mismos), así que terminamos caminando hasta el hotel, disfrutando del atardecer de La Habana por entre sus coloridas calles.
Nos bañamos y bajamos a ver el espectáculo del Buena Vista Social Club (o lo que queda del mismo).

 



Nuestro tiempo en Cuba se agotaba, volvimos muy tarde a la habitación a hacer las valijas y preparar todo para  salir al otro día para Buenos Aires.

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